Mis relatos... para ver si los lee algún editor y me ficha

Las Siete Puertas. Capitulo 1

| 13 sept 2006

Desde aquel poblacho en las llanuras de Oregon, del que Charlie había olvidado tan rápido su nombre como lo había aprendido, hasta Reno había siete largos días de camino. Y pasar una semana entera con aquella mosca cojonera y calva que solo se callaba cuando estaba inconsciente no era algo que apeteciera especialmente a Charlie. Tampoco podía matarlo porque iba en contra de su código de trabajo: Si lo capturo muerto, lo entrego muerto. Si lo capturo vivo, lo entrego vivo. Así que la única solución era llegar lo antes posible al destino y desembarazarse de aquel incordio y para ello la única solución era adentrarse en El Bosque.

Charlie era un tipo curtido y curado de espanto y no creía en las historias de fantasmas y demonios que las viejas y los indios borrachos contaban de aquel bosque que separaba Oregon de su natal California pero aquel bosque nunca le había dado buena espina y solo lo cruzaba en caso de necesidad. Ahorrarse dos días de la compañía de Johnny El Melenas era uno de esos casos de necesidad.

Entraron en el bosque a eso del mediodía y al caer la tarde, con la ventisca nevada convertida en una suave brisa fría, Charlie decidió que era el momento de acampar y comer un poco. Descargo de los cuartos traseros de su caballo a El Melenas depositándolo a los pies de un roñoso árbol, sacó los enseres de cocina, encendió un pequeño fuego y se dispuso a hacerse un buen guiso de carne de cordero y alubias.

Charlie disfrutó ampliamente de su estofado de cordero y aun más de las quejas de El Melenas, que proclamaba estar al borde de la inanición. Finalmente, antes de encenderse un nuevo cigarro, Charlie decidió darle algo de comer a aquel incordio de tío. Se acercó al árbol donde se encontraba El Melenas y dejó a su lado un paño con un trozo duro de pan, dos mohosas lonchas de queso y el culo de un vaso de un agua que no tenía muy buen color.

- No creerás que podré comer con las manos en la espalda, ¿no, vaquero? – comentó jocoso El Melenas.

Charlie, de mala gana, le quitó las esposas y se las volvió a colocar esta vez con las manos por delante del cuerpo. Fue un gran error que, seguramente, no habría cometido si hubiera conocido bien la historia de Johnny Keys. Aunque eso era algo casi imposible ya que solo el propio Melenas la conocía.

Johnny Keys no era el verdadero nombre del criminal conocido como El Melenas sino Jeremiah McGowan y era, como tal nombre y tal apellido denotaban, escocés de nacimiento. Concretamente era de los Highlands escoceses, de una pequeña aldea cercana a Inverness. En aquella época, aquella zona era tremendamente religiosa y supersticiosa y el nacimiento de un niño con una ausencia total de vello en su cabeza y cuerpo no podía ser tomado de otra manera que como un signo de mal agüero, del advenimiento de grandes males. No es de extrañar que sus padres buscaran la manera de deshacerse del pequeño Jeremiah y que cuando no tenía ni cuatro años fuera entregado a un circo ambulante que pasaba por Inverness.

Con ese circo recorrió Escocia y buena parte de Inglaterra durante más de diez años siendo una de las principales atracciones del mismo junto con una mujer barbuda, dos siamesas chinas, un hombre cubierto de escamas y una familia cuyos miembros (padre, madre y cuatro churumbeles) eran de color azul. Jeremiah siempre consideró esto como humillante y cualquier psicólogo achacaría su posterior conducta criminal a haber tenido que desnudarse en público para ser objeto de mofa tres veces a la semana durante más de diez años. Sin embargo, no todo fue malo durante su periplo circense: en ese mismo circo trabajaba Benoit Lacosteau, ilustre mago e ilusionista francés que fue uno de los grandes precursores del arte del escapismo. El prestidigitador se encariñó pronto con el pequeño imberbe y le fue poco a poco enseñando gran parte de sus trucos hasta que un lamentable incidente en un número acuático significó la muerte de Lacosteau y la quiebra y cierre del circo. Jeremiah, con solo 15 años, hizo lo único que se podía hacer en aquellos momentos en la terriblemente empobrecida Escocia: emigrar a América. Tenía intención de convertirse en mago pero terminó convertido en el terrible criminal Johnny Keys, alias El Melenas.

De eso hacía ya mucho tiempo pero Johnny aún conservaba ciertos trucos aprendidos en aquella época ya que pensaba que le podían servir para solventar algunos problemas relacionados con su peligrosa actividad. Y con uno de esos trucos pensaba quitarle a aquel vaquero ajado de Charlie Muddle la satisfacción de ganar cinco mil dólares a su costa: una pequeña cavidad excavada con el esfuerzo de años en la pared derecha de su boca en la que, como si de una pequeña bolsa se tratara, guardar pequeños artilugios como llaves o ganzúas. En una de las ocasiones en las que se llevaba el incomible mendrugo de pan a la boca sacó una ganzúa de la bolsa de carne y con precisión y sigilo absolutos se liberó de las esposas de las manos en escasos segundos.

La soga que llevaba atada a los pies tampoco iba a suponer un problema mayor ya que Muddle había cometido un error de principiante: se la había atado alrededor de las botas en vez de hacerlo un poco más arriba. Mientras Charlie fumaba tranquilamente con el ala del sombrero ocultándole buena parte de la visión, El Melenas deslizó los pies fuera de sus botas dos números más grandes (otro de los trucos aprendidos en sus años mozos). Cuando Charlie alzó la cabeza movido por el ruido de movimiento cerca de él, el vaso de metal que había llenado de agua se le estrelló en medio de la frente. El Melenas aprovechó el momento de vacilación de Charlie para huir como un rayo sobre la embarrada nieve bosque adentro.

El asombro y la vacilación de Charlie se convirtieron en furia asesina y, sin preocuparse de la herida sangrante de su frente, salió disparado tras su presa con los Colts desenfundados. El Melenas era más joven y más atlético que Charlie y no conseguía recortarle la distancia. Además, los árboles impedían que fuera un blanco fácil. De todas formas Charlie no se desesperaba porque El Melenas iba justamente a donde el quería: hacia el claro central del bosque. Allí se convertiría en un blanco fácil. Voy a disfrutar pegándote dos tiros, cabrón.

Cuando El Melenas llegó al claro del bosque se escuchó un potente disparo y el fugitivo cayó al suelo desplomado. Sin embargo el disparo no lo había hecho Charlie sino que procedía del otro extremo del claro.

- Vernon Holliday – masculló entre dientes Charlie mientras entraba al claro y llegaba al lado del cuerpo de El Melenas para comprobar que el disparo le había atravesado el pecho. Estaba muerto.

Vernon Holliday se encontraba al otro lado del claro junto a su caballo zahino y empuñando un rifle Winchester cuyo cañón todavía humeante apuntaba despreocupadamente a Charlie. Debía de andar sobre los cuarenta años, era bastante alto aunque no tanto como Charlie, vestía un traje de franela negro, chaleco, camisa blanca y pajarita. Llevaba unos botines negros cubiertos de nieve embarrada y un sucio bombín ocultaba gran parte de su rizada cabellera rubia. Tenía un hoyuelo en la barbilla, una cicatriz en la mejilla izquierda y su único ojo, el izquierdo, era de color verde. Cubriéndole el otro ojo llevaba un parche hecho con piel de serpiente. Sin duda, su apariencia resultaba fuera de lugar en aquel lugar y en aquella situación.

- Me alegro de verte Charlie Muddle, hace ya mucho tiempo – dijo, con cierta sorna y voz de bebedor habitual, Holliday – Cinco años, ¿no?

Charlie pasó del saludo y de la pregunta de Holliday y se limitó a decir:

- Es mi presa, Holliday.

- ¿Tú presa? – Holliday fingía sorpresa – Yo no se nada de eso. Vi a este tipo corriendo como un poseso, reconocí en el a un peligroso delincuente, temí por mi propia vida y decidí que pegarle un tiro era lo mejor. Tú no estabas por ninguna parte así que creo que es mi presa, ¿no te parece?

Los métodos de Vernon Holliday eran bien conocidos en todo el gremio de los cazarrecompensas. Era la oveja negra de la profesión, un buitre carroñero que se aprovechaba del trabajo de los demás y se terminaba cobrando la presa sin dar un palo al agua. Charlie le tenía ganas y en la primera ocasión que se le presentara tenía la intención de pegarle dos tiros y librar al mundo de semejante canalla.

- No me toques los cojones, Holliday, o te tendrás que atener a las consecuencias – Charlie acompaño la amenaza con un viscoso gargajo.

- ¿Si? ¿De verdad? ¿Y cuáles son esas conse….

Una expresión de sorpresa se apoderó de la cara de Holliday mientras dejaba la frase a medias.

- Es imposible, estoy seguro de que lo he matado, seguro – murmuró casi para si mismo Holliday.

Charlie no se podía creer que Holliday recurriera a un truco tan infantil y sonrió socarronamente mientras decía:

- ¿Y ahora que tengo que hacer, Holliday? ¿Darme la vuelta para que me puedas dar un tiro en la espalda? Te creía más listo, con mejores trucos. Con artimañas tan lamentables como esta no me explico que has llegado a viejo en esta profesión.

Holliday no respondió sino que empezó a retroceder con una expresión que más que sorprendida empezaba a ser de miedo. La sonrisa también se borró de la boca de Charlie: un extraño gruñido sonaba a sus espaldas y era acompañado por un sonido como de arrastrar pesadamente unos pies sobre la nieve.

Charlie se dio la vuelta justo cuando El Melenas se encontraba a escasos dos metros de él. Sin pensárselo dos veces, disparó dos veces sobre el ya perforado pecho de El Melenas, que volvió a caer al suelo. Sin embargo no estaba muerto sino que seguía gruñendo y una viscosa baba le caía de la boca mientras se intentaba levantar de manera torpe.

Charlie retrocedió hasta la posición de Holliday, a unos seis metros de El Melenas. Cuando este estuvo de nuevo de pie, el Winchester y los dos Colts volvieron a disparar sobre él. Esta vez, en cambio, ni siquiera cayó al suelo: se tambaleó durante unos momentos y volvió a ponerse en marcha torpemente hacia los dos pistoleros. Charlie volvió a disparar, esta vez apuntando a la cabeza, y cuando la bala llegó a su destino la cabeza de El Melenas explotó, dejando buena parte del claro, incluidos Charlie y Holliday, cubiertos de sangre y masa cerebral. Mientras, el cuerpo descabezado anduvo como loco durante unos segundos para finalmente desplomarse inerte.

Durante casi un minuto permanecieron inmóviles y en silencio. Holliday fue el primero en hablar, casi para si mismo más que para Charlie:

- Un disparo de Colt no destroza cabezas de esa manera. No es normal, no es normal.

- No. – le replicó Charlie – Ni tampoco es normal que un muerto se levante. Nada en los últimos minutos ha sido nada normal.

Charlie empezó a andar alrededor del claro mientras rebuscaba en el fondo de su mente alguna explicación lógica para lo que acababa de ocurrir. Se negaba a creer que los cuentos de las viejas fueran verdad. Era absolutamente imposible. Cuando llegó al centro del claro, al lugar donde El Melenas había caído muerto por primera por primera vez, le llamó la atención una piedra grande y aplanada en cuya superficie, debajo de la sangre derramada por El Melenas, destacaba un extraño símbolo: siete anillos concéntricos empotrados unos dentro de otros. La hendidura de los anillos era apenas superficial salvo la del quinto anillo, que era mucho más profunda y brillaba de una manera extraña.

- Yo me voy de aquí, puedes quedarte con la presa. – comentó Holliday mientras cogía los estribos de su caballo y se disponía a salir del claro y adentrarse en El Bosque – Este sitio me da mala espina.

Charlie dejó durante un instante de mirar la extraña piedra para dirigir la vista hacia Holliday. Algo fuera de lugar llamó su atención y con la velocidad de un rayo disparó su Colt, arrancándole dos dedos a una mano putrefacta que estaba surgiendo de la tierra a escasos metros de donde estaba Holliday.

- Serás cabr… - Holliday se había dado la vuelta y blandía su Winchester dispuesto a volarle la cabeza a Charlie cuando se fijó en lo que había junto a sus pies - ¿Pero esto qué coño es?

- Calla – le espetó Charlie a la vez que se agachaba y pegaba la oreja derecha al suelo. No le cabía duda, alguien o algo arañaba el suelo tratando de salir a la superficie. Se levantó como un resorte y colocó los Colts en posición. – Están tratando de salir.

Esta última afirmación se vio acompañada de la aparición en la superficie de varias manos y brazos y alguna que otra putrefacta cabeza. Holliday, empuñando el Winchester en una mano y un pequeño revolver en la otra, se colocó junto a Charlie, espalda contra espalda.

- ¿Cómo vas de munición, Muddle? – preguntó inquieto Holliday.

- Solo la que tengo en el cinturón, ¿y tú?

- Igual de escaso. Vamos a tener que economizar si queremos salir de esta.

- Si. – afirmó Charlie – Será mejor que apuntemos a las cabezas.

Pero Charlie sabía que no iban a ser capaces de salir vivos de aquella situación. Los muertos estaban despertando y en aquel sitio había muchísimos: aquel bosque había sido durante siglos un cementerio Sioux y el propio Charlie se había encargado de enterrar a multitud de unionistas durante la Guerra en aquel lugar. No pudo sino sentir un escalofrío al reconocer el uniforme unionista en varios de los putrefactos cadáveres que estaban floreciendo de la tierra. Charlie contaba cinco a punto de terminar de liberarse y unos veinte o más manos escarbando, había llegado el momento de luchar por la vida aunque no quedara ninguna esperanza. El Colt que sostenía con la derecha fue el primero en abrir fuego.

El anochecer invernal sobre aquel bosque de Oregon se llenó de disparos. Cuando la noche ya era cerrada, los disparos se silenciaron definitivamente y su lugar lo ocuparon unos aterradores y hambrientos gruñidos.

Pd: ¿que tal el cambio de tercio?

Pd2: dentro de poco el capítulo 2.

Las Siete Puertas. Capitulo 0

| 20 ago 2006
Se notaba que era un tipo duro. Llevaba un viejo y raído sombrero de ala ancha que le tapaba la mayor parte de la cara dejando ver solamente la sombra de dos ojos azules, una desaliñada barba de varios días y unos finos aunque ajados labios de cuya comisura izquierda pendía un apagado cigarro. El cuerpo se lo cubría un mugroso poncho que le llegaba hasta los muslos y que alguna vez había sido de vivos colores pero ahora era entero de un color marrón mierda. A cada lado de la cintura, depositadas en sus fundas pero siempre listas para disparar, había dos pistolas, dos revolveres Colt, que el poncho evitaba fueran vistas por ojos no deseados. Los pantalones eran de pana oscura y espesa para que protegieran bien del frío aunque los múltiples agujeros que tenían evitaban que cumplieran correctamente con su cometido. Solo las botas, que, aunque llenas de barro, no podían ocultar que eran de piel auténtica de cocodrilo y con el talón y la punta de acero, resultaban extrañas en su retrato de buscavidas pendenciero. Quizás las había robado o quizás las había ganado en una mano de poker. Eso es lo que hacían los tipos duros y aquel forastero lo era.

Permaneció inmóvil durante unos momentos junto al caballo que acababa de amarrar al lado del abrevadero, mirando fijamente al Saloon al otro lado de la calle. Salió del trance en el que parecía encontrarse para sacar, con su mano derecha, una cerilla de debajo del poncho y encenderla en el ala del sombrero. Haciendo de cortina con las dos manos para evitar que la llama se apagara con una ráfaga del frío viento de Oregon, le dio lumbre al moribundo cigarro de su boca e inhaló una gran bocanada de negro y caliente humo.

Con dos movimientos de muñeca apagó la llama de la cerilla y con un pellizco la mandó lejos. Sin sacarse el cigarro de la boca, como hacen los tipos duros, escupió una oscura masa viscosa y se puso a andar en dirección al Saloon. Las marcas del acero de las puntas y talones de sus botas se quedaban grabadas profundamente en la sucia y embarrada nieve mientras avanzaba con paso firme.

Aquel Saloon no se diferenciaba en mucho de los de los demás pueblos del Oeste. Tenía una puerta de esas típicas de tablones que se bambolean estrambóticamente cuando son abiertas y unas grandes cristaleras a través de los cuales se veía toda la Calle Principal del pueblo. A la izquierda de la puerta se encontraba la barra, en frente de la misma estaban las escaleras para subir al piso de arriba y a la derecha, varias mesas. Detrás de la barra estaba el aburrido barman. De la docena de mesas solo dos estaban ocupadas: en una de ellas cuatro tipos aburridos jugaban una partida de poker acompañados de una botella de whisky malo y una montaña de puros; en la otra, dos viejos verdes invitaban a copas a dos chicas vestidas de cabareteras y de risa estridente. Al fondo, sobre el pequeño escenario, un achaparrado señor mayor tocaba con desgana un órgano que, al igual que el, había vivido tiempos mejores. Dentro del local hacía mucho menos frío que en la calle pero el humo de los puros de los jugadores y de los cigarrillos de las señoritas hacían que el ambiente no fuera agradable sino cargado y maloliente.

Cuando el tipo duro entró en local fue como si entrara la misma muerte, todo quedó en el más absoluto silencio y todos se volvieron hacia el de manera inquisitiva. El tipo duro ni se inmutó, lanzó un nuevo gargajo al suelo y se dirigió a la barra. El Saloon recuperó su ritmo habitual.

El barman, un tipo pequeño, regordete, calvo, de manos fofas, bigotito ridículo y clara tendencia a sudar desproporcionadamente, dejó la hoja de periódico que estaba intentando leer y se acercó al tipo duro.

- ¿Qué vas a tomar, forastero?
- Un whisky… y que sea del mejor que tengas.

Esta última parte de la frase la acompañó depositando sobre la barra una reluciente moneda de un dólar. El camarero soltó la botella que había cogido y cogió la que había al lado. Le sirvió el trago con mano temblorosa y con avidez recogió el dólar y se lo metió en el bolsillo de su manchado delantal. El forastero se sacó por primera vez el cigarro de la boca con la mano derecha y con la misma mano cogió el vaso y se bebió todo su contenido de un trago y sin vacilar. Como hacen los tipos duros.

A ese trago le siguieron otros dos, que fueron ejecutados de la misma mecánica manera. El forastero volvió a meter la mano debajo de su poncho y sacó otra moneda de dólar. El barman se acercó para rellenar el vaso pero, la callosa mano del forastero tapándolo, se lo impidió.

- Primero quiero que me respondas a una pregunta.

El barman empezó a sudar como un cerdo pero con voz temblorosa consiguió decir:

- Dispara, forastero.
- ¿Dónde está Johnny “El Melenas”?

El sudor del barman se convirtió en una catarata que amenazaba con ahogarlo. El forastero se percató de que el silencio había vuelto a apoderarse del local y de que el nervioso movimiento de la ceja derecha del barman no era un tic sino una llamada de auxilio.

El tipo duro se giró sobre si mismo a una velocidad asombrosa y con los Colts a la altura de las caderas, como los tipos duros, disparó cuatro veces. Los cuatro tipos que estaban jugando a las cartas y que se habían levantado con sus armas listas para disparar, cayeron muertos sobre sus asientos destrozándolos. Los dos abuelos, las dos meretrices y el organista levantaron las manos en gesto de rendición y, con un gesto de la pistola de su mano derecha, todavía colocada a la altura de sus caderas, el forastero les invitó a marcharse del local.

El barman tenía toda la intención de marcharse junto con los demás pero el forastero tenía otros planes. Se volvió a girar hacia la barra y alzando una de sus pistolas se la colocó al barman en la frente. Al tipo le caían cascadas de sudor de la calva y tenía la camisa pegada al cuerpo como si se hubiera caído en la bañera.

- Todavía no has contestado a mi pegunta, gordo seboso.
- Está aaaaarriiiiba… en la seeeeeguundaaa habitaaaación a la deeeerecha. No me mates, ¡por favor!
-
El tipo duro quitó el cañón de su Colt de la frente sudorosa del barman y la sacudió para quitarle la humedad.

- No te voy a matar, pero tampoco te voy a pagar. Me has hecho gastar cuatro balas por no contestarme a la primera, a eso lo llamo yo un pésimo servicio.

Devolvió la pistola de su mano derecha a su funda, recogió la moneda de dólar de encima de la barra y con toda la parsimonia del mundo, saboreando los últimos coletazos de vida de su cigarro, empezó a subir las escaleras. El barman salió disparado hacia la calle, donde los vientos de Oregon traían ahora nieve mañanera.


El tipo duro se llamaba Charlie Muddle. Debía de tener entre 35 y 40 años. Hacía muchos años había sido un pacífico granjero de los valles de California hasta que unos criminales quemaron su casa y mataron a su mujer y a su hijo. Una vez consumada su venganza sobre los criminales que le arruinaron la vida decidió dedicar el resto de su vida a atrapar criminales, se convirtió en cazarrecompensas, el mejor de los cazarrecompensas. Tenía curtidas las manos, la cara y el alma.

Por Johnny Keys, conocido (irónicamente, ya que sobre su cabeza y cuerpo no había un solo pelo) como “El Melenas”, ofrecían, vivo o muerto, en Reno mil dólares. Un cuantioso botín que Charlie pensaba cobrar hasta el último centavo pero que no era lo que realmente lo movía sino la posibilidad de retirar de circulación a un peligroso asesino que había sembrado el terror durante años por los estados de Nevada y Oregon y que no dudaba en ajusticiar a niños, mujeres y ancianos. Charlie Muddle deseó mientras subía las escaleras y se acercaba a la habitación donde descansaba “El Melenas” que el muy cabrón opusiera resistencia y así poder matarlo, nada le haría más feliz.

Johnny Keys había pasado toda la noche bebiendo y se acababa de levantar con una resaca enorme que intentaba calmar con paños de agua caliente sobre la cabeza. Había escuchado el tiroteo pero como pensaba que sus hombres eran los mejores pistoleros del estado pensó que si había habido algún problema ya lo habrían resuelto sin problemas. Cuando la puerta de su habitación se salió de sus goznes y aterrizó junto a el, la sorpresa casi le causa un infarto.

Charlie Muddle sostenía en su mano derecha y a la altura de la cadera un revolver Colt de gran potencia y una mostraba una sonrisa torcida en los labios. Dio unos pasos y entró en la habitación. Una cabaretera histérica y desnuda no había parado de gritar desde que la tremenda patada de Charlie había destrozado la puerta. Con un gesto de la pistola le indicó que se marchara de aquel lugar. La chica obedeció sin preocuparse ni siquiera de cubrirse.

- Tienes dos opciones, Melenas, puedes rendirte o puedes intentar huir. – comentó jocoso Charlie – A mí me da igual, me van a pagar igual por muchos agujeros que lleves en el pecho. Depende de ti.
-
Johnny “El Melenas” sopesó durante unos instantes la situación y alzó los brazos en señal de rendición. Charlie se le acercó y le puso unas esposas en las muñecas. Después empezó a cachearle en busca de armas encontrado una pistola de pequeño calibre en la bota derecha y un cuchillo grande y afilado dentro del pantalón. La sonrisa se había borrado del rostro de Charlie: ahora iba a tener que cargar con aquel tipo vivo hasta Reno para que allí la horca hiciera lo que el podía hacer sin problemas. Tan enfadado estaba que le apagó el resto del cigarro en el cuello de la camisa al Melenas.

- Joder tío, ¿estás loco? Esta camisa vale más dinero del que has visto en tu puta vida.
- No te preocupes Melenas, a la horca no le importa lo bonita que sea tu camisa.

Charlie acompañó esta lapidaria frase con un golpe con la culata del Colt en la calva cabeza del Melenas, que cayó como un fardo, inconsciente, al suelo. Charlie, como los tipos duros, guardó la pistola y cogió el peso del pescuezo de la camisa y lo arrastró fuera de la habitación y escaleras abajo. Mientras, con la otra mano, sacaba y encendía otro cigarro.

Cuando cazador y presa salieron del Saloon, el sheriff del pueblo estaba esperándolos junto con su joven ayudante.

- Detente forastero – dijo, mientras amartillaba su rifle, el sheriff.

Charlie se detuvo y miró desafiantemente al agente de la justicia. Aquel tipo no iba a ser ningún problema, se dijo Charlie fijándose en su enorme barriga que denotaba que no estaba acostumbrado a esas situaciones sino a estar sentado a la mesa comiendo chuletas y bebiendo cerveza.

- Quítate de en medio, esto no tiene nada que ver contigo.
- ¿Cómo que no? Has matado a cuatro personas y estas secuestrando a una quinta. Creo que si es de mi incumbencia.
-
Su voz sonó mucho menos amenazadora de lo que le hubiera gustado al sheriff y, a pesar de tener el arma enfundada, Charlie tenía la situación cogida por el mango. Soltó el peso de “El Melenas” y le pisó la espalda con sus botas de piel de cocodrilo.

- Este es un delincuente buscado en Reno y los de dentro eran sus secuaces. Da gracias a que voy a dejar pasar que tú seas otro de ellos y te voy a dejar vivir.

Se había formado una gran expectación en torno a la escena. El sheriff dudó unos instantes, suficientes para que Charlie sacara su pistola y le disparará en mitad de la frente.

- Bueno, creo que he cambiado de opinión. – y dirigiéndose al ayudante añadió - ¿Tú también eres uno de ellos, chico?
-
El chico, que no tendría más de 16 años y que estaba pálido como la muerte de la impresión, negó como pudo con la cabeza y se hizo a un lado. Charlie enfundó el arma, volvió a coger de la misma manera a “El Melenas” y cruzó la calle en dirección a su caballo con las miradas, mezcla de admiración y terror, de todos los espectadores de la escena, los cuales ya empezaban a abandonar el lugar para volver a sus quehaceres.

Charlie introdujo la cabeza del inconsciente Johnny “El Melenas” en la sucia agua del abrevadero y la mantuvo allí hasta que el delincuente empezó a cabecear. Cuando su cabeza volvió a estar fuera y el consciente, Johnny empezó con una retahíla de insultos hacia su cazador pero apenas pudo explayarse ya que Charlie le golpeó contra el poste donde estaba atado el caballo y volvió a quedar inconsciente. Charlie lo subió al caballo, lo ató como si fuera un saco de patatas, desató al caballo, se subió a el y con un ligero trote y el viento nevado de las mañanas en Oregon azotándole en la cara abandonó aquel pueblucho de mala muerte.


Pd: el título es provisional todavía y los nombres de los personajes también.

Pd2: aunque lo parezca no es una del oeste... por lo menos no del todo.

Ongwie y Wigwie

| 31 mar 2006
Este es una pequeña historia que le ocurrió a alguien de mi familia cuando todavía se creía en duendecillos, hadas y todas esas cosas. Espero que os guste.


- Papá, por favor, duerme un poco. Lo necesitas.
- No, no. ¿Cuántas veces te tengo que decir que no puedo dormirme? Ellos me matarían. ¿No lo comprendes?
- Está bien, papá, pero tómate al menos la sopa. Te sentará bien.

Ana se levantó de la silla que estaba junto a la cabecera de la cama y salió de la habitación dejando a su padre sorbiendo lentamente la sopa. Fuera la esperaba su nuera Marta, la novia de su tercer hijo, Jorge, que había ido a visitarla. Las dos bajaron silenciosamente las escaleras.

Cuando llegaron a la cocina, Marta no lo pudo aguantar más y preguntó:

- ¿Quiénes son ellos?

Ana sonrió con pena antes de contestarle.

- Los duendes.
- ¿Los duendes?
- Si, Ongwie y Wigwie.
- Pero, ¿tienen hasta nombre?

Ana terminó de servir el café y las dos se dirigieron a la salita y se sentaron a la mesa camilla.

- Nombre y una larga historia, hija mía.
- ¿Y desde cuándo los ve? ¿Es algo relacionado con la edad? ¿Delirios de vejez?
- Los ve desde hace cuarenta años, desde la guerra.
- ¿Cuarenta años? Cuéntame esa historia Ana, por favor.

Ana le dio un largo trago al café antes de contestarle.

- Está bien, te la contaré.

Mi padre formaba parte de la milicia del pueblo. Se pasaba los días en el frente, en las trincheras excavadas a las afueras del pueblo. A escasos doscientos metros estaba el frente nacional.

Durante muchos meses no ocurrió nada pero poco a poco los nacionales se fueron haciendo con la guerra y no quedaba duda de que pronto atacarían e intentarían tomar el pueblo.

Por eso el capitán de la pequeña milicia del pueblo decidió que mejor atacaban ellos primero y una noche, por sorpresa, se lanzaron a tumba abierta y a pecho descubierto contra el frente nacional. Mi padre estaba muy asustado pero no le quedó mas remedio que atacar el también ya que si no lo hacía le podrían haber hecho un juicio de guerra y matarlo a garrotazos. Era mejor morir por las balas. Menos doloroso.

Y pronto esas balas llegaron. Los nacionales estaban esperando tranquilamente, alguien les había dado el soplo del ataque. Aquello fue una carnicería. Poco a poco fueron cayendo todos bajo el fuego enemigo. A mi padre primero le dieron en la pierna derecha, después cuando se levantó e intentó seguir hacia delante, en el estomago. Cayó medio muerto.

Entonces fue cuando los vio por primera vez. Estaban encima de su pecho. Eran diminutos, apenas un palmo de altura con gorro y todo. Llevaban unos extraños pantalones bombachos y barbas de colores: uno azul y el otro verde. Los dos fumaban en pipa. Unas pipas casi tan grandes como ellos.

- Bien, Wigwie, que hacemos con este tipo. – dijo el de la barba azul. – Esta bastante mal. Podríamos ayudarle.
- Podríamos, Ongwie. – le contestó el de la barba verde. – Pero, ¿por qué habríamos de hacerlo?
- Sí, tienes razón Wigwie. No le ayudaremos. No tenemos porqué.

Mi padre no daba crédito a lo que veía pero, sacando fuerzas de donde no las había, acertó a decir:

- Por favor, ayudadme. Os lo suplico.
- ¿Tú qué dices Wigwie? ¿Le ayudamos?
- Bueno, Ongwie, tampoco perdemos nada.

Cada uno de los duendes le cogió de un hombro y lo llevaron en volandas hasta el pueblo. Lo dejaron en lo hondo de esta misma calle. Era ya de día.

- Bien, Wigwie, ya hemos llegado a casa.
- Sí, Ongwie, creo que lo dejaremos aquí.
- Sí, este parece un buen lugar, Wigwie.

El de la barba azul, el que se suponía que se llamaba Ongwie, se le subió por el pecho hasta llegar a la cara y con su pipa le golpeó varias veces en la nariz.

- Eh, amigo, esta vez Wigwie y Ongwie te han salvado la vida. Pero no te la hemos salvado gratis. Lo mismo que hoy te la damos otro día volveremos y te la quitaremos. Acuérdate de esto que te dicen Ongwie y Wigvie.

Ongwie se bajó de mi padre y junto con Wigwie, el de la barba verde, se dirigió a la lonja. Wigwie dio unos golpecitos en la zona más honda de la lonja y un pequeño agujero se abrió y los dos duendes entraron. Mi padre se desmayo mientras veía como se cerraba el pequeño agujero.

- ¿Vivían en la lonja? – preguntó Marta muy sorprendida.
- Sí, en la lonja. Durante años todos los niños del barrio han intentado encontrar el “agujero de los duendes”. Por supuesto nadie lo ha hecho. Pero te tengo que decir una cosa: yo vi aquella mañana a mi padre, vi su pierna destrozada y la terrible herida del estomago y no se qué es más increíble, si que lo trajeran volando unos duendes o que consiguiera llegar el solo.

Las dos se quedaron calladas durante un rato. Hacía tiempo que el café se había acabado. Por fin Marta volvió a hablar:

- ¿Y los ha vuelto a ver después?
- Oh, sí. Muchas veces. Cada cierto tiempo se le aparecen y le recuerdan la deuda que tiene con ellos. La última fue hace un mes y desde entonces no ha vuelto a dormirse.
- ¿Por qué? ¿Qué le dijeron esta vez?
- Que cuando se durmiera, saldarían la deuda.

Marta se quedo petrificada, no podía creer lo que oía.

- ¿Y sabes otra cosa? También dice que se han mudado a un cajón de su cómoda para vigilarlo mejor.
- Delira.
- Eso lo tiene aterrado. Pero esta vez se dormirá.
- ¿Y eso? ¿Cómo lo sabes?
- Le he echado un somnífero en la sopa.
Marta la miro con perplejidad.
- Necesita dormir. Esta muy mayor y si no duerme se morirá. Necesita dormir.

Se escucharon unos golpes en la cómoda y de repente el cajón de arriba se abrió. De el salió Ongwie con su barba azul.

- Vamos, Wigwie, el viejo ya se ha dormido.

Wigwie, con su barba verde y la pipa en la boca también salió del cajón. Los dos contemplaron la escena: el viejo estaba roncando pausadamente. Sobre su estomago la bandeja con el plato de sopa a medio terminar se bamboleaba al ritmo de los ronquidos.

- Bien, Ongwie, es hora de que saldemos nuestra deuda.
- Como siempre, tienes razón, Wigwie.

Los dos saltaron de la cómoda al pecho del viejo y desde allí subieron hasta la cara. Ongwie metió su pipa por el orificio izquierdo de la nariz del viejo, Wigwie hizo lo mismo por el orificio derecho. Los dos se sentaron sobre la boca.
- ¿Cuánto crees que tardará, Ongwie?
- No mucho, Wigwie. Ya se está poniendo azul.
- Sí, los viejos tardan poco en morir, teníamos que haberlo matado hace muchos años, Ongwie, hubiera sido mucho más divertido.

Al cabo de unos minutos la bandeja dejó de bambolearse.