Mis relatos... para ver si los lee algún editor y me ficha

Ongwie y Wigwie

| 31 mar 2006
Este es una pequeña historia que le ocurrió a alguien de mi familia cuando todavía se creía en duendecillos, hadas y todas esas cosas. Espero que os guste.


- Papá, por favor, duerme un poco. Lo necesitas.
- No, no. ¿Cuántas veces te tengo que decir que no puedo dormirme? Ellos me matarían. ¿No lo comprendes?
- Está bien, papá, pero tómate al menos la sopa. Te sentará bien.

Ana se levantó de la silla que estaba junto a la cabecera de la cama y salió de la habitación dejando a su padre sorbiendo lentamente la sopa. Fuera la esperaba su nuera Marta, la novia de su tercer hijo, Jorge, que había ido a visitarla. Las dos bajaron silenciosamente las escaleras.

Cuando llegaron a la cocina, Marta no lo pudo aguantar más y preguntó:

- ¿Quiénes son ellos?

Ana sonrió con pena antes de contestarle.

- Los duendes.
- ¿Los duendes?
- Si, Ongwie y Wigwie.
- Pero, ¿tienen hasta nombre?

Ana terminó de servir el café y las dos se dirigieron a la salita y se sentaron a la mesa camilla.

- Nombre y una larga historia, hija mía.
- ¿Y desde cuándo los ve? ¿Es algo relacionado con la edad? ¿Delirios de vejez?
- Los ve desde hace cuarenta años, desde la guerra.
- ¿Cuarenta años? Cuéntame esa historia Ana, por favor.

Ana le dio un largo trago al café antes de contestarle.

- Está bien, te la contaré.

Mi padre formaba parte de la milicia del pueblo. Se pasaba los días en el frente, en las trincheras excavadas a las afueras del pueblo. A escasos doscientos metros estaba el frente nacional.

Durante muchos meses no ocurrió nada pero poco a poco los nacionales se fueron haciendo con la guerra y no quedaba duda de que pronto atacarían e intentarían tomar el pueblo.

Por eso el capitán de la pequeña milicia del pueblo decidió que mejor atacaban ellos primero y una noche, por sorpresa, se lanzaron a tumba abierta y a pecho descubierto contra el frente nacional. Mi padre estaba muy asustado pero no le quedó mas remedio que atacar el también ya que si no lo hacía le podrían haber hecho un juicio de guerra y matarlo a garrotazos. Era mejor morir por las balas. Menos doloroso.

Y pronto esas balas llegaron. Los nacionales estaban esperando tranquilamente, alguien les había dado el soplo del ataque. Aquello fue una carnicería. Poco a poco fueron cayendo todos bajo el fuego enemigo. A mi padre primero le dieron en la pierna derecha, después cuando se levantó e intentó seguir hacia delante, en el estomago. Cayó medio muerto.

Entonces fue cuando los vio por primera vez. Estaban encima de su pecho. Eran diminutos, apenas un palmo de altura con gorro y todo. Llevaban unos extraños pantalones bombachos y barbas de colores: uno azul y el otro verde. Los dos fumaban en pipa. Unas pipas casi tan grandes como ellos.

- Bien, Wigwie, que hacemos con este tipo. – dijo el de la barba azul. – Esta bastante mal. Podríamos ayudarle.
- Podríamos, Ongwie. – le contestó el de la barba verde. – Pero, ¿por qué habríamos de hacerlo?
- Sí, tienes razón Wigwie. No le ayudaremos. No tenemos porqué.

Mi padre no daba crédito a lo que veía pero, sacando fuerzas de donde no las había, acertó a decir:

- Por favor, ayudadme. Os lo suplico.
- ¿Tú qué dices Wigwie? ¿Le ayudamos?
- Bueno, Ongwie, tampoco perdemos nada.

Cada uno de los duendes le cogió de un hombro y lo llevaron en volandas hasta el pueblo. Lo dejaron en lo hondo de esta misma calle. Era ya de día.

- Bien, Wigwie, ya hemos llegado a casa.
- Sí, Ongwie, creo que lo dejaremos aquí.
- Sí, este parece un buen lugar, Wigwie.

El de la barba azul, el que se suponía que se llamaba Ongwie, se le subió por el pecho hasta llegar a la cara y con su pipa le golpeó varias veces en la nariz.

- Eh, amigo, esta vez Wigwie y Ongwie te han salvado la vida. Pero no te la hemos salvado gratis. Lo mismo que hoy te la damos otro día volveremos y te la quitaremos. Acuérdate de esto que te dicen Ongwie y Wigvie.

Ongwie se bajó de mi padre y junto con Wigwie, el de la barba verde, se dirigió a la lonja. Wigwie dio unos golpecitos en la zona más honda de la lonja y un pequeño agujero se abrió y los dos duendes entraron. Mi padre se desmayo mientras veía como se cerraba el pequeño agujero.

- ¿Vivían en la lonja? – preguntó Marta muy sorprendida.
- Sí, en la lonja. Durante años todos los niños del barrio han intentado encontrar el “agujero de los duendes”. Por supuesto nadie lo ha hecho. Pero te tengo que decir una cosa: yo vi aquella mañana a mi padre, vi su pierna destrozada y la terrible herida del estomago y no se qué es más increíble, si que lo trajeran volando unos duendes o que consiguiera llegar el solo.

Las dos se quedaron calladas durante un rato. Hacía tiempo que el café se había acabado. Por fin Marta volvió a hablar:

- ¿Y los ha vuelto a ver después?
- Oh, sí. Muchas veces. Cada cierto tiempo se le aparecen y le recuerdan la deuda que tiene con ellos. La última fue hace un mes y desde entonces no ha vuelto a dormirse.
- ¿Por qué? ¿Qué le dijeron esta vez?
- Que cuando se durmiera, saldarían la deuda.

Marta se quedo petrificada, no podía creer lo que oía.

- ¿Y sabes otra cosa? También dice que se han mudado a un cajón de su cómoda para vigilarlo mejor.
- Delira.
- Eso lo tiene aterrado. Pero esta vez se dormirá.
- ¿Y eso? ¿Cómo lo sabes?
- Le he echado un somnífero en la sopa.
Marta la miro con perplejidad.
- Necesita dormir. Esta muy mayor y si no duerme se morirá. Necesita dormir.

Se escucharon unos golpes en la cómoda y de repente el cajón de arriba se abrió. De el salió Ongwie con su barba azul.

- Vamos, Wigwie, el viejo ya se ha dormido.

Wigwie, con su barba verde y la pipa en la boca también salió del cajón. Los dos contemplaron la escena: el viejo estaba roncando pausadamente. Sobre su estomago la bandeja con el plato de sopa a medio terminar se bamboleaba al ritmo de los ronquidos.

- Bien, Ongwie, es hora de que saldemos nuestra deuda.
- Como siempre, tienes razón, Wigwie.

Los dos saltaron de la cómoda al pecho del viejo y desde allí subieron hasta la cara. Ongwie metió su pipa por el orificio izquierdo de la nariz del viejo, Wigwie hizo lo mismo por el orificio derecho. Los dos se sentaron sobre la boca.
- ¿Cuánto crees que tardará, Ongwie?
- No mucho, Wigwie. Ya se está poniendo azul.
- Sí, los viejos tardan poco en morir, teníamos que haberlo matado hace muchos años, Ongwie, hubiera sido mucho más divertido.

Al cabo de unos minutos la bandeja dejó de bambolearse.

1 comentarios:

Fernando Siles dijo...

Jejeje, ya me gustaría, ya me gustaría.

Un saludo tiaco.