Mis relatos... para ver si los lee algún editor y me ficha

El Condenado (Parte 2)

| 24 dic 2005
El acto de la transformación en vampiro se llama El Abrazo y es algo que no se suele hacer muy a menudo. Yo sólo lo he hecho una vez y para Brigitte esa fue la primera y la única vez que lo hizo. Brigitte me mordió con dulzura en el cuello y estuvo chupando mi sangre durante mucho rato. Yo empecé a entrar en un terreno entre la vida y la muerte, en una especie de ensoñación. Cada vez me sentía más débil. Finalmente, Brigitte separó sus labios, lujuriosamente ensangrentados, de mi cuello y sacó un pequeño puñal de su vestido. Se hizo un gran corte en la muñeca izquierda y me dio de beber un largo trago. Hay perdí definitivamente el conocimiento.Cuando me desperté, una furia incontenible me poseía. Aparté de un empujón a Brigitte y como un loco salí de la habitación y del Molino.

Estaba a punto de amanecer. El Sol ya se vislumbraba. No sabía porque pero sabía que tenía que huir de él. No sé cuánto tiempo vagué por los subterráneos de París escapando del Sol. A lo mejor días, o semanas o incluso meses. No lo sé. Sólo sé que al principio la furia era tan intensa que me retorcía de dolor. Pronto identifiqué que la furia era realmente Hambre, pero un hambre distinta: Hambre de sangre. Esos primeros días sacié mi hambre con ratas y otros indeseables animales de los subterráneos, pero pronto me di cuenta de que lo que necesitaba no era sangre de animales. En situaciones extremas como la que yo estaba, podían ser útiles pero, para satisfacerme completamente y ayudarme a desarrollar mi nueva condición en toda su magnitud, necesitaba sangre humana. Mi primera víctima humana fue un miserable vagabundo que malvivía en un mugroso callejón. A este le siguieron más vagabundos, prostitutas y delincuentes. Nadie los echó de menos. Pero llegó un día en que mi caza furtiva me dejó de llenar, me faltaba algo y lo encontré en el bolsillo de mi pantalón: el anillo que aquella noche maldita le iba a regalar a Brigitte para que se convirtiera en mi esposa. Eso era lo que me faltaba, mi Brigitte.

Una noche fría de otoño volví al Moulin Rouge y a su habitación. Nos enfrascamos en nuestros juegos, que debido a mi nueva condición, me resultaron completamente nuevos y fascinantes. Pero cuando terminamos su cara se entristeció y su puso mas pálida de lo normal. Teníamos que huir, me dijo: Francois, el príncipe de la comuna de París, estaba locamente enamorado de Brigitte. En cuanto tuviera ocasión me mataría. Teníamos que huir y rápido. Esa misma noche abandonamos París. Recorrimos toda la vieja Europa: Marsella, Barcelona, Lisboa, Munich, Roma, Florencia. Florencia, qué ciudad tan maravillosa, allí nos detuvimos durante mucho tiempo. A los dos nos encantaba y estábamos pensando en quedarnos allí. Una noche Brigitte no se encontraba muy bien y no me acompañó en mi viaje nocturno en busca de comida y diversión. Sin ella no era lo mismo y volví pronto a casa.

Me resultó extraño encontrarme con alguien en mi camino de vuelta. Con mis acostumbrados ojos de vampiro pude verlo con mediana claridad. Sabía que lo había visto en algún sitio pero no sabía dónde. Cuando llegué a casa y me encontré un montón de cenizas esparcidas por la habitación lo recordé perfectamente. Era uno de los vampiros de la comuna de París. Uno de los secuaces de Francois. Mi delicada Brigitte no había sido rival para aquel brutal vampiro. Le había cortado la cabeza y mi bella compañera se había convertido en negras cenizas. Lloré y lloré hasta que no quedó prácticamente sangre en mi cuerpo. ¿Cómo iba a soportar esta inmortalidad sin mi Brigitte? ¿Cómo?

Te dije que iba a contar la historia de cómo me quedé solo en este mundo y ya lo he hecho. Pero me vas a permitir que también te cuente cómo me vengué. Porque me vengué y esa venganza estará para siempre en los anales vampiricos. Cuando me recuperé de la perdida de Brigitte, me marché a Japón. Quería aprender el manejo de la espada, convertirme en invencible. Allí convertí en mi engendro a uno de los últimos descendientes de los samuráis, que me convirtió en una maquina de matar. Con una afilada katana atada a la espalda volví a Europa, a París. El primer foco de mi venganza fue el vampiro que destruyó a Brigitte. Se llamaba Laurent y era un lobo solitario. Le gustaba ir a cazar por su cuenta y en una de esas cacerías le corté el paso en una estrecha callejuela. Eso fue lo primero que le corté pero no lo último, lo dejé hecho un guiñapo implorante para, finalmente, separarle la cabeza del cuerpo y convertirlo en negras cenizas. El siguiente de la lista era Francois. Encontrarse con el Príncipe en solitario era tarea complicada pero descubrí un parque al que solía ir de vez en cuando. Allí lo esperé, agazapado entre los arbustos, durante muchas noches, hasta que finalmente una noche apareció. Me deleité en los preparativos, pensando cómo lo iba a matar, debía ser lo más lento y doloroso posible. Pero este retraso hizo que apareciera una chica, una vampiro. Así que a eso iba a aquel parque el príncipe Francois, a reunirse con su amante. Algo que yo ya nunca podría volver a hacer. Desaté toda mi rabia. Toda mi ira. Salté como un resorte de los matorrales donde estaba escondido a la misma vez que desenvainaba mi katana. Le hice un buen corte a lo largo del pecho a un sorprendido Francois. Pero aquel tipo no era Príncipe por casualidad y detuvo con facilidad mi segundo ataque y contraatacó con una fuerte patada en el estomago. Me retorcí un momento sobre mí mismo, Francois se relajó y preparó con tranquilidad su golpe definitivo. Pero yo solo estaba fingiendo y con la velocidad de un rayo mi espada se levantó y cercenó su cabeza. Un inmenso torrente de sangre salió de su cuello. Sólo entonces me di cuenta de que la chica estaba huyendo. Lo que hice no fue muy heroico pero no podía permitir que pregonara que había matado al Príncipe y, de cualquier manera, yo soy un vampiro no un héroe. Lancé mi espada con todas mis fuerzas y ésta penetró como un obús en su espalda para asomarse húmeda y enrojecida por mitad de su pecho. Todo había terminado. Mi sed de venganza se había saciado. Recogí mi espada de entre las cenizas de la chica y, con lágrimas sangrientas recorriéndome la cara, salí del parque y de París para no volver nunca más. Y hasta aquí llega mi relato.

Me gustaría contarte más cosas, porque desde aquella noche en aquel parque de París han pasado más de noventa años y he visto muchas cosas. Pero el sol está a punto de salir y hoy no podrá ser. Y quizás nunca lo sea porque hace un rato escuché a un coche aparcar delante del motel y ya no suena U2 en la garita. Alguien ha puesto una emisora de country. Odio el country, pero sé a quién le encanta: a Tyler Burbank, el “Cazador de Brujas”. Lleva años persiguiéndome pero hasta hoy siempre le he derrotado siempre. Quizás hoy gane él. Estoy muy cansado para luchar. Oigo sus pasos. Ahora que lo pienso mejor, quizás luche. Si tengo que morir prefiero hacerlo escuchando buena música. Sí, le derrotaré nuevamente y te seguiré contando mis desventuras de no-vivo, de Condenado.

El Condenado (Parte 1)

| 16 dic 2005
Mi nombre es Vincent. Soy un vampiro. Ni estoy vivo, ni estoy muerto. Simplemente estoy condenado, condenado a robarle la vida a los vivos para saciar mi sed, condenado a una espiral de sangre y absurdo. Y estoy solo. Y esta soledad es lo que peor llevo de mi condena. Aunque no siempre estuve solo y eso puede ser lo que me impulsa a escribir este relato sobre mi no-vida: contar la historia de cómo me quedé solo.Escribo en una simple libreta de anillas, sobre la mesa de una habitación de un cutre motel de carretera. A mi izquierda, la luna llena entra por la desvencijada ventana. Debe ser alrededor de medianoche. A mi espalda, donde debería estar la cama, está mi ataúd. Esta es mi casa desde hace dos semanas.Escucho por la ventana abierta la radio desde la garita del conserje. Suena U2. El "Sunday bloody sunday" concretamente, me encanta. El conserje es mi engendro, mi esclavo. Lo convertí a la segunda noche de estar aquí y ahora me proporciona toda la comida que necesito.Pero esto no es un diario de mis atrocidades presentes sino un relato de mi azarosa vida hasta que me quedé solo y empecé a vagar por el mundo. Desde ese momento nada tiene sentido para mí. Bueno, quizás la música, me encanta la música, amo la música. De hecho, yo invente el rock`n`roll. Pero eso es otra historia. Y será mejor que empiece primero con esta.

Nací en 1875 en Boston, Massachussets. Soy americano. Mejor dicho, fui americano. Ahora, supongo, soy un ciudadano del mundo. Del mundo nocturno, claro.Mi padre era un emigrante irlandés llamado Gerald O´Bannon. Llegó a América en un barco, sin más equipaje que la ropa que llevaba puesta y unas pocas monedas en el bolsillo. Sé que sus principios en la “Tierra De Las Oportunidades” fueron duros, pero era muy buen carpintero, el mejor, y consiguió salir adelante. Mi madre, en cambio, era miembro de una de las más importantes familias de Boston, los Kluivert. Rancios aristócratas de ascendencia holandesa, mis abuelos no vieron nada bien que una chica guapa, culta y con mucho dinero se enamorara de aquel simple carpintero irlandés.Fue todo un escándalo en la época. Pero al final el amor venció y Gerald O´Bannon y Catherine Kluivert se casaron. Bueno, quien dice el amor, dice que mi madre se quedó embarazada de mi hermano Martin y a mis abuelos no les quedó otro remedio que aceptar la relación.Mis padres tuvieron cuatro hijos: dos niños y dos niñas. El mayor se llamó Martin, como ya he dicho, luego vinieron las gemelas Linda y Penelope y, finalmente, nací yo: Vincent O´Bannon.Para cuando yo nací, la pequeña carpintería de mi padre se había convertido en la O´Bannon Furniture Company, la más importante fábrica de muebles del noreste de los Estados Unidos y mis padres se habían comprado una gran casa, casi una mansión, en uno de los barrios más elegantes de Boston. Fue en aquella enorme casa señorial donde yo pasé toda mi infancia. Una infancia feliz, por otra parte. Al ser el menor de una familia acaudalada, fui un niño muy malcriado. Todo lo que pedía por la boca me era concedido y, si no, empezaba a llorar y patalear y no paraba hasta que lo conseguía. Siempre lo conseguía. Era un niño revoltoso y mal estudiante. No es que fuera estúpido, era bastante inteligente, sino que me pasaba las horas de clase maquinando bromas en vez de estudiando.Cuando cumplí los catorce, mis padres se hartaron de mí y me mandaron a un internado a las afueras de Nueva York. Se llamaba Saint Patrick y los cuatro años que pase allí los recuerdo como los peores de mi vida humana. Era un sitio horrendo y los eclesiásticos me trataban como si fuera un perro. Posiblemente esa sea la causa de la aversión que ahora siento hacia todo lo que tenga que ver con la Iglesia. En nombre de Dios fui apaleado, sodomizado y permanentemente vejado.Dentro de los sucios muros de Saint Patrick perdí mi inocencia, mi virginidad y mi fe, y si no perdí la razón fue por culpa de los libros, que a escondidas de mis padres y los sacerdotes, me mandaba mi hermano Martin: Moby Dick, Tom Sawyer, La letra escarlata, El último mohicano, etc. Me maravillaban esos mundos llenos de fantasía, aventura y libertad, sobretodo libertad. Decidí que quería ser escritor, que quería ser como Poe o Twain o Feminore Cooper.Mi padre se opuso rotundamente. Mi hermano estudiaba para ser militar en la academia de West Point y yo era el encargado de heredar el negocio familiar. Para mí no había cosa peor que pasarme la vida dirigiendo aquella horrorosa fabrica. Yo quería viajar, ver mundo e inspirarme para mis libros.Me rebelé. Cuando solo hacia unos meses que había vuelto a mi casa del internado, me marché otra vez. Conseguí un trabajo en un periodicucho de tres al cuarto y alquilé una habitación en la casa de una anciana. Cuando no tenía que cubrir algún suceso como incendios, robos o problemas con el alcantarillado, me dedicaba a escribir. Era bastante malo, pero, aun así, conseguí publicar dos noveluchas de aventuras y algunos cuentos para niños.Me iba bastante bien, resulté ser mejor periodista que escritor y en dos años me convertí en uno de los principales reporteros del Boston Globe. Pero todo se trunco cuando me enteré que mi hermano había muerto. El teniente Martin O`Bannon había muerto heroicamente en Cuba luchando contra los imperialistas españoles, reseñaba mi periódico. Entonces desperté. Entré en depresión. Mi hermano estaba muerto, si, pero había muerto haciendo lo que siempre había querido hacer. Yo en cambio me dedicaba a cubrir absurdos y escabrosos sucesos y de mi sueño de ser escritor, nada de nada. Me eche a la bebida. Era el año 1898.Mi sangre se convirtió en whiskey. Me pasaba todo el día borracho. Me volví agresivo, una bestia. Mi novia, Jessica, me dejó harta de mis gritos, mis amenazas y, sobretodo, mis palizas. Todo era horroroso. Pero algo imprevisto lo cambió todo. Durante esa época escribí una novela, cruda, descarnada, llena de odio. Ya me había olvidado completamente de ella cuando me llegó un telegrama desde París: una asociación literaria de la capital francesa se había quedado fascinada con mi novela (todavía la puedes encontrar en algunas librerías del viejo Paris: "La Mugre" de Vincent O`Bannon), totalmente novedosa según ellos, y me invitaban a dar una conferencia en un conocido café parisino.

París, la ciudad de la luz, allí encontraré mi inspiración para ser un gran escritor, pensé. El día que cumplí veinticinco años cogí un barco rumbo a Europa. Era el año 1900. Y con el nuevo siglo mi vida iba a dar un giro que nunca me hubiera imaginado.Muchos libros y películas han intentado a lo largo de todo el siglo XX captar y transmitir la ebullición que se produjo en el París de cambio de siglo. Pero nadie lo ha conseguido realmente. Si no se estuvo allí, es imposible hacerse una idea de aquel autentico festín de los sentidos, de aquella orgía de olores, de sabores, de luz. Posteriormente he estado en muchos sitios: el Nueva York de los años 20, el Berlín de los 30, la California hippie de los 60; pero ninguno como aquel París, ninguno.Me hospedé en un modesto hostal en una callejuela del barrio latino. La regente era una admirable mujer con la que rápido entable una amistad entrañable. Se llamaba Marie y su vida había sido toda una odisea. Pero a pesar de todas las agonías y penurias que había padecido aun conservaba un sentido del humor excelente. Entre ella, la cálida atmósfera de Paris, tan diferente a la de mi Boston natal, y mis amigos del Café Toulouse, conseguí dejar atrás mis traumas y volví a ser un tipo feliz.Me pasaba buena parte del día en el Café Toulouse. Conversábamos sobre todo: la vida, las mujeres, la pintura, nuestros proyectos y, sobretodo, de literatura. Los recuerdo a todos como si fuera ayer, y ya han pasado más de cien años. Como odio esta inmortalidad. No comprendo cómo algunos de mis congéneres pueden tener más de quinientos años, o incluso mil, y conservar todavía la razón.Pierre era el mayor de todos. Rondaba los sesenta años y con su trasnochada casaca negra, su bigotito gris y su mugriento sombrero de copa parecía el fantasma de un aristocrata de mitad del siglo XIX. Había sido periodista en su juventud y en aquella época escribía una columna semanal en una revista literaria. Fue Pierre el que leyó mi novela y se quedó, no se por qué, fascinado. El telegrama que me llegó me lo envió él. Si no hubiera sido por él, no estaría contando yo esta historia ahora. También estaban Julien y Marc. Julien era un ex-gendarme que había descubierto que prefería leer a Baudelarie que atizar golpes con una porra a indigentes y maleantes. Marc era, mas o menos, de mi edad y era hijo de una familia acaudalada dedicada a la hostelería. Era un autentico romántico en el siglo XX. Y, como los románticos, se suicido por el amor de una mujer. Yo hice prácticamente lo mismo aunque será mejor no adelantar acontecimientos. Veamos primero quién era esa mujer.

Se llamaba Brigitte. Era bailarina principal del Moulin Rouge y la prostituta mas cotizada de todo París. La primera vez que fui al mítico Moulin Rouge fue por casualidad. Me invito Marc para que contemplara a su amada, la mujer que le había robado el corazón y no quería devolvérselo y que era bailarina del cabaret. Acepté encantado. Sentía curiosidad por conocer aquel lugar, que ya en aquella época era famoso en el mundo entero.Soy incapaz de describir aquel lugar con palabras. Era, por así decirlo, todo lo que era París concentrado en un solo local, en unos pocos de cientos de metros cuadrados. Ya llevábamos una botella de champán entre pecho y espalda cuando empezó el número principal de la noche. Entonces la vi por primera vez y me enamore para toda la eternidad.Era muy alta, tan alta como yo, y de una palidez extrema y delicada. Su larguísimo y sedoso pelo era negro azabache, como sus dos ojos. Dos autenticas joyas. Sus carnosos labios eran rojos como la sangre y destacaban morbosamente sobre su pálida piel. En un momento de su erótico danzar por el escenario sus ojos se encontraron con los míos y supe enseguida que ella sentía por mi lo mismo que yo por ella. Amor eterno e incondicional.A partir de esa noche me convertí en un asiduo cliente del Moulin Rouge. Al terminar su actuación, iba a verla a su habitación. Le llevaba flores, bombones, poemas y nos entregábamos a nuestros juegos prohibidos y particulares. Ni siquiera me importaba que, después que yo me marchara, a ella todavía le quedara una larga noche de trabajo. Era feliz. Briggite se había convertido en mi musa y mi imaginación no paraba de funcionar y crear obras literarias, no importaba el género: novelas de aventuras, tragedias, ensayos y, sobretodo, poemas de amor desgarrados dedicados a ella. Me convertí en un escritor admirado por todo París. Era feliz.Debido a esta fecundidad literaria mejoró bastante mi situación económica y empecé a pensar en convertir a Briggite en mi esposa. Lo preparé todo con esmero. Aquella noche falté al Moulin Rouge por primera vez en varios meses. Ya de madrugada, cuando supuse que había terminado de trabajar, me dirigí al molino con un imponente anillo de oro y diamantes en el bolsillo y un ramo de rosas rojas en la mano.No me dirigí a la puerta principal, sino a la trasera, la que llevaba directamente a las habitaciones de las chicas. Abrí la puerta con una llave que me había agenciado y me dispuse a subir en busca de mi Briggite.A mitad de las escaleras escuché un grito de mujer que me dejó petrificado. No venía de arriba, sino de abajo. Volví a la planta baja y busqué por las habitaciones. Nada. De repente, otro grito, todavía más aterrador que el primero. Y esta vez había identificado de dónde venía. Una de las paredes de la cocina estaba hueca. Con un ligero empujón me bastó para moverla y encontrarme con un sucio pasadizo débilmente iluminado con antorchas. Antes de adentrarme en él, un nuevo grito me helo la sangre. Decidí coger un cuchillo. Era un pasadizo largo, estrecho y que descendía continuamente. Cuando llevaba unos doscientos metros recorridos empecé a escuchar unos extraños ruidos. Era como si hubiera gente rezando en susurros, pero haciéndolo en una lengua desconocida para mí. Las piernas me temblaban y casi no podía caminar, pero había alguien en peligro y tenía que ayudarla.Por fin llegué al final del pasadizo y lo que me encontré me dejo sin respiración. Era una cripta, pero una cripta demoníaca. Las paredes estaban pintadas de rojo, había imágenes de seres bestiales y diabólicos y en mitad del altar se encontraba una gigantesca cruz del revés. Pero lo peor era que en la cruz estaba colgada boca abajo una chica completamente desnuda y que la sangre que brotaba de sus muñecas, sus tobillos y su cabeza, era recogida por una especie de sacerdote en un cáliz que repartía entre la multitud que estaba sentada en los bancos.Estos eran los que rezaban en la lengua desconocida, o eso creía yo, porque con el paso del tiempo supe que simplemente eran las oraciones típicas en latín pero al revés, desde el final al principio.La chica parecía muerta, pero como si de un estertor de muerte se tratara profirió uno de esos espeluznantes gritos que había escuchado anteriormente. Mientras gritaba, ella abrió los ojos y me miró. Y yo, Vincent O´Bannon, fue lo último que esa chica vio en su vida, porque cuando su grito se apagó, su vida, por fin, terminó.Eso fue demasiado para mí. La vista se me nubló y caí desplomado al suelo. Pude ver cómo toda la gente, o lo que fueran, que estaba en la cripta volvía la cabeza hacía donde yo estaba. Y la vi a ella, a mi Brigitte.Sí, mi Brigitte, la mujer a la que amaba con locura y que quería que fuera mi mujer, era un vampiro. Si, un vampiro, pero un vampiro que también me amaba. Y por eso no permitió que esos seres de la noche saciaran su sed con mi sangre. Me cogió y me llevo a su habitación.

Cuando desperté la tenía allí, a mi lado, con la cara, con mas color que nunca debido a la sangre bebida, de absoluta tristeza. Mi primera reacción fue pegar un salto y alejarme de ella. Eso hizo que una lágrima recorriera su bello rostro. Una lagrima de sangre.- Comprendo que ya no me ames, Vincent, después de ver lo que soy en realidad.Su voz no sonaba tan sensual como siempre, si no que sonaba rota por la tristeza y la desesperación. Me di cuenta de que la seguía amando y lo seguiría haciendo por siempre.- Claro que te sigo amando Brigitte - le dije mientras me acercaba de nuevo a ella.- ¿De verdad?- Te lo juro.Ella se limpió la sanguinolenta lágrima que le recorría la cara con la palma de la mano y después me cogió las manos entre las suyas.- Entonces tenemos un problema, mi querido Vincent. Has visto nuestra ceremonia y Francois, nuestro Príncipe, te matará.Un incómodo silencio se hizo entre nosotros. - A no ser que...- A no ser que, ¿que?- Te transformes en uno de los nuestros.Separe mis manos de las suyas. La disyuntiva era terrible: o morir o convertirme en uno de esos seres bebedores de sangre.- Somos inmortales, Vincent. Si te transformas en uno de los nuestros, tú también lo serás y podremos estar juntos por toda la eternidad. - Brigitte me cogió de nuevo de las manos y me pregunto - ¿Que decides Vincent? Tenemos poco tiempo antes de que amanezca.La miré a los ojos y decidí que si. ¿Que podía ser mejor que pasar toda la eternidad junto a mi Brigitte?

EL MARISCAL NEGRO

| 12 dic 2005
Su Excelencia el Duque de Bretaña:

Le escribo estas líneas desde el más alto aposento de la más alta torre del castillo de Tiffauges con las últimas luces del día entrando por el hueco de la ventana. Escribo desde aquí porque es el único lugar de esta terrible morada donde se respira un poco de paz en contraposición con la asombrosa maldad que inunda los pisos inferiores. Le puedo asegurar, Su Excelencia, que todas las terribles narraciones que haya escuchado sobre este lugar son solo una ligera parte de los horrores que este humilde servidor ha visto con sus ojos a lo largo del día de hoy. Parece que al entrar en este maldito castillo se deje de lado el mundo terrenal y se descienda al mismísimo Averno. Quizás se trate de una de las siete puertas, que según los teólogos y estudiosos, comunican la Tierra y el Infierno.

Todavía no me puedo creer que todos estos horrores que ahora pasare a relatar a Su Excelencia sean obra de un hombre al que desde niño admiro profundamente. ¿Como es posible que Gilles de Rais, Mariscal de Francia, héroe de la guerra contra los perros ingleses, mano derecha de Juana de Arco en el campo de batalla y miembro de una de las más importantes familias del país se haya convertido en semejante monstruo sediento de sangre? Sabía que la condena y muerte de la niña, a la que quería como a una hija o algo más, le había vuelto loco y que se había retirado de la vida militar y pública pero nunca me habría podido imaginar que había alcanzado tales extremos de perversión y sadismo. Pero será mejor que deje de abrumar a Su Excelencia con mis dilemas morales y pase a relatarle los acontecimientos de este día. Un día que este humilde soldado nunca olvidara.

Cuando la noche empezó a dejar paso a luz diurna abandonamos nuestro improvisado campamento y recorrimos la milla y media que nos separaba de la localidad de Machecoul. La comitiva estaba formada por el magistrado Trentinaugt, el sacerdote Oblignon y los treinta hombres de mi batallón. Quince hombres habrían el paso y otros quince lo cerraban. En medio, el sacerdote, el magistrado y un servidor cabalgamos en silencio.

Cuando llegamos al pueblo todos sus habitantes acudieron a vernos pasar. Unos nos jaleaban, otros nos insultaban y recriminaban que hubiéramos tardado tanto tiempo en aparecer, que llegábamos tarde. Cuando abandonamos el pueblo en dirección del castillo, que se encontraba a media milla, el magistrado Trentinaugt me comento algo de lo que yo ya me había dado cuenta: "No había ningún niño, teniente". Ni un solo niño. A las calles se habían asomado mujeres, hombres, viejos y viejas pero ningún niño, ninguna persona que no hubiera llegado ya a una edad adulta. Si la comitiva había sido pesarosa hasta entonces, a partir de ese momento, fue absolutamente sepulcral. Solo el trote de los caballos y los murmullos de Fray Oblignon rezando rompían el silencio.

Antes de las diez de la mañana nos encontrábamos a las puertas del castillo. Como esperábamos una resistencia armada de entorno a diez hombres, mande a gran parte del batallón adentro en disposición de batalla cuerpo a cuerpo. Pasados unos minutos escasos, uno de los hombres salio para avisarnos de que todos los habitantes del castillo estaban dormidos. Pero no piense Su Excelencia que era un sueño normal, nada de eso, era un sopor impenetrable, un sopor aterrador para todos nosotros.

Mientras contemplábamos atónitos el espectáculo de esas personas (hombres y mujeres, guerreros y sirvientes) tiradas en cualquier sitio, durmiendo un sueño del que les era imposible salir, Fray Oblignon me comento que, después de cometer actos sacrílegos en nombre de Satanás, el Maligno hace fluir por sus siervos un sopor parecido a la muerte del que no les libra hasta pasadas varias horas o incluso días. Gilles de Rais también se encontraba sumido en tan siniestro sueño.

El Mariscal de Francia dormía profundamente sentado en un sillón de la estancia principal del castillo, presidiendo una gran mesa alargada repleta de desperdicios. Me acerque a el y lo intente despertar. Fue en vano, durante varios minutos le golpee repetidamente pero aquel demonio no despertaba de su letargo. Hubiera seguido con los golpes a no ser porque los sonoros vómitos de dos de mis hombres me hicieron volver a la realidad. Fue entonces cuando me fije por primera vez en la siniestra decoración de la estancia.

A ambos lados de la mesa había varias estacas apoyadas en el suelo y en la punta de cada estaca había pinchada una cabeza, una pequeña cabeza de niño. Algunas cabezas denotaban llevar un cierto tiempo en su sitio y les faltaba el pelo, los ojos, la nariz o las orejas y se encontraban rodeadas de moscas, pero una de ellas parecía estar todavía viva. Vi la sangre que goteaba de ella y me di cuenta de que se trataba de la victima de aquella última noche y me hirvió la sangre solo de pensar que, si no hubiera sido por el retraso debido a la crecida del río (que Su Excelencia ya conocerá de la anterior misiva), esa pobre criatura aun seguiría viva. Me volví loco, levante de su asiento a aquel monstruo durmiente, lo arroje al suelo y empecé a darle patadas con todas mis fuerzas en todo su inmundo cuerpo mientras blasfemaba. Hubiera seguido así durante horas de no ser porque el sacerdote y el magistrado me detuvieron a duras penas y me comentaron que los soldados habían encontrado más victimas en los sótanos.

Puede creerme, Su Excelencia, si le digo que el espectáculo que me encontré en las mazmorras de este castillo era todavía mas horrendo y bestial que el que deje en la estancia principal. Otros dos soldados se encontraban vomitando y llorando a las puertas de una enorme bodega, esto hizo que, tanto el magistrado, el sacerdote y un servidor nos temiéramos lo peor. Pero la realidad resulto ser todavía peor que nuestros temores.

En aquella bodega Gilles de Rais y sus secuaces habían montado una sala de tortura digna de las mejores de la Inquisición y sus inquilinos eran cinco muchachos al borde de la muerte. Fray Oblignon no lo pudo aguantar más y le acometieron unas terribles arcadas. Dos de los niños ya no se encontraban en las maquinas infernales sino que yacían moribundos junto a una de las paredes. Los otros tres todavía padecían los crueles tormentos.

No voy a relatarle a Su Excelencia como eran esas maquinas de tortura donde encontramos a los niños porque no deseo hacerle pasar un mal rato a Su Excelencia como el que pasamos todos nosotros. Simplemente le diré que los liberamos de sus garras pero que era demasiado tarde, todos se encontraban agonizantes, sin ninguna esperanza de seguir viviendo. De común acuerdo decidimos acabar con el sufrimiento y agonía de aquellos pequeños seres y como nadie se atrevía a asestar la estocada final tuvo que hacerlo un servidor al ser el oficial de mayor rango. Primero, Fray Oblignon les fue concediendo la Extremaunción uno a uno y después mi espada se encargo de atravesar sus pequeños corazones.
Después de este acto de piedad los soldados cogieron los cuerpos y los sacaron de allí para darles cristiana sepultura y un servidor se quedo solo en la “cámara de los horrores”. Fue entonces cuando di rienda suelta a mis sentimientos y vomite y llore y maldije durante varios minutos. Cuando me hube tranquilizado un poco me adentre un poco más en la bodega y descubrí el último de los instrumentos de tortura, que permanecía oculto en la penumbra: una cama.

Era una cama muy grande y las revueltas sabanas y mantas dejaban ver manchas de sangre y lefa. Ese era el lugar donde Gilles de Rais daba el toque de gracia a sus moribundas victimas y saciaba sus monstruosos e impíos deseos. Horrorizado y todavía con el sabor del vomito en la boca, abandone aquel nefasto lugar.

Desde las mazmorras subí a uno de los patios del castillo. Junte unas cuantas ramas secas y unos tablones y con mi yesca encendí una pira. Cuando hubo crecido un poco arroje mi espada bañada en sangre infantil e inocente a ella y mire como el fuego purificador la consumía.

Estuve un largo rato contemplando la escena hasta que uno de mis hombres me vino a avisar de que los primeros prisioneros estaban despertando de su sopor. Eran los primeros momentos de la sobremesa y unas plomizas nubes cubrían el cielo señalando que el final del verano se acerca inexorablemente. Durantes unos instantes contemple las oscuras nubes para finalmente entrar al castillo a seguir cumpliendo el cometido que Su Excelencia me encomendó.

Gilles de Rais fue el ultimo en despertarse, sobre las cinco de la tarde y no pareció excesivamente sorprendido al verse atado de pies y manos y con su castillo ocupado por las fuerzas de Su Excelencia. Cuando me presente ante el le expuse los cargos por los cuales será juzgado por Su Excelencia: “Gilles de Laval, barón de Rais y Mariscal de Francia por la gracia de Dios y de nuestro Rey, se le acusa de conducta inmoral y lasciva y de innumerables crimines cometidos sobre niños y adolescentes. Por tal razón procedo a arrestarle junto a todo su sequito y a llevarle a Nantes para que sea juzgado por un tribunal. ¿Tiene algo que objetar?” Ante esto, el monstruo, con total frialdad, respondió: “Como bien dice, joven caballero, soy mariscal de Francia por gracia de Dios y de nuestro Rey, así que solo ante ellos rendiré cuenta de mis actos y no ante un simple teniente de brigada”.

Estas fueron sus únicas palabras, desde ese momento ha guardado silencio. Supongo que cuando sea puesto a disposición de la Santa Inquisición y reciba un poco de su propia medicina, se mostrara mucho más receptivo y locuaz y confesara todos sus crímenes. Unos crímenes que según los recuentos del magistrado Trentinaugt ascienden, cuanto menos, a unos cien. Cien niños, o mas, violados, torturados, sodomizados, muertos y despedazados.

Con esto llego al final de mi misiva, Su Excelencia, ya que la noche ha caído sobre este oscuro lugar y nos aprestamos a abandonarlo. El magistrado Trentinaugt se encuentra ahora mismo conmigo en el torreón y me ha mostrado un documento que me ha dejado paralizado. Se trata de las escrituras de este castillo maldito y lo sorprendente, lo pavoroso es que no se encuentra a nombre de Gilles de Rais sino a nombre de un tal Samael que, como alguien tan ilustrado como Su Excelencia sabrá, es uno de los múltiples nombres que adopta el Maligno. Como Su Excelencia comprenderá no tenemos la mas mínima intención de pernoctar en casa del diablo así que he mandado construir un campamento a la vera de un bosque cercano que será donde pasaremos la noche.
Con las primeras luces de mañana me pondré en marcha, con tres cuartos de mi batallón y los prisioneros, con dirección a Nantes donde espero llegar poco después de que usted reciba esta misiva. El resto del batallón se quedara aquí para acompañar al magistrado, que seguirá realizando el inventario de los bienes y el recuento de las victimas; y al sacerdote, que tiene intención de realizar un exorcismo para librar al castillo de toda la maldad que atesora a la par que dar cristiana sepultura a todos los restos encontrados.

Con esto me despido de Su Excelencia y marcho a descansar, si eso es posible en una noche como esta. Mas que descansar lo que haré durante toda la noche será rezar y pedirle perdón a Dios por haber admirado durante tanto tiempo a un ser que ha resultado ser tan monstruoso y diabólico como Gilles de Rais, el Mariscal Negro.

De su humilde servidor,
Guy de Orlac, Teniente de Brigada
A fecha del 13 de Septiembre de 1440.