Mis relatos... para ver si los lee algún editor y me ficha

EL MARISCAL NEGRO

| 12 dic 2005
Su Excelencia el Duque de Bretaña:

Le escribo estas líneas desde el más alto aposento de la más alta torre del castillo de Tiffauges con las últimas luces del día entrando por el hueco de la ventana. Escribo desde aquí porque es el único lugar de esta terrible morada donde se respira un poco de paz en contraposición con la asombrosa maldad que inunda los pisos inferiores. Le puedo asegurar, Su Excelencia, que todas las terribles narraciones que haya escuchado sobre este lugar son solo una ligera parte de los horrores que este humilde servidor ha visto con sus ojos a lo largo del día de hoy. Parece que al entrar en este maldito castillo se deje de lado el mundo terrenal y se descienda al mismísimo Averno. Quizás se trate de una de las siete puertas, que según los teólogos y estudiosos, comunican la Tierra y el Infierno.

Todavía no me puedo creer que todos estos horrores que ahora pasare a relatar a Su Excelencia sean obra de un hombre al que desde niño admiro profundamente. ¿Como es posible que Gilles de Rais, Mariscal de Francia, héroe de la guerra contra los perros ingleses, mano derecha de Juana de Arco en el campo de batalla y miembro de una de las más importantes familias del país se haya convertido en semejante monstruo sediento de sangre? Sabía que la condena y muerte de la niña, a la que quería como a una hija o algo más, le había vuelto loco y que se había retirado de la vida militar y pública pero nunca me habría podido imaginar que había alcanzado tales extremos de perversión y sadismo. Pero será mejor que deje de abrumar a Su Excelencia con mis dilemas morales y pase a relatarle los acontecimientos de este día. Un día que este humilde soldado nunca olvidara.

Cuando la noche empezó a dejar paso a luz diurna abandonamos nuestro improvisado campamento y recorrimos la milla y media que nos separaba de la localidad de Machecoul. La comitiva estaba formada por el magistrado Trentinaugt, el sacerdote Oblignon y los treinta hombres de mi batallón. Quince hombres habrían el paso y otros quince lo cerraban. En medio, el sacerdote, el magistrado y un servidor cabalgamos en silencio.

Cuando llegamos al pueblo todos sus habitantes acudieron a vernos pasar. Unos nos jaleaban, otros nos insultaban y recriminaban que hubiéramos tardado tanto tiempo en aparecer, que llegábamos tarde. Cuando abandonamos el pueblo en dirección del castillo, que se encontraba a media milla, el magistrado Trentinaugt me comento algo de lo que yo ya me había dado cuenta: "No había ningún niño, teniente". Ni un solo niño. A las calles se habían asomado mujeres, hombres, viejos y viejas pero ningún niño, ninguna persona que no hubiera llegado ya a una edad adulta. Si la comitiva había sido pesarosa hasta entonces, a partir de ese momento, fue absolutamente sepulcral. Solo el trote de los caballos y los murmullos de Fray Oblignon rezando rompían el silencio.

Antes de las diez de la mañana nos encontrábamos a las puertas del castillo. Como esperábamos una resistencia armada de entorno a diez hombres, mande a gran parte del batallón adentro en disposición de batalla cuerpo a cuerpo. Pasados unos minutos escasos, uno de los hombres salio para avisarnos de que todos los habitantes del castillo estaban dormidos. Pero no piense Su Excelencia que era un sueño normal, nada de eso, era un sopor impenetrable, un sopor aterrador para todos nosotros.

Mientras contemplábamos atónitos el espectáculo de esas personas (hombres y mujeres, guerreros y sirvientes) tiradas en cualquier sitio, durmiendo un sueño del que les era imposible salir, Fray Oblignon me comento que, después de cometer actos sacrílegos en nombre de Satanás, el Maligno hace fluir por sus siervos un sopor parecido a la muerte del que no les libra hasta pasadas varias horas o incluso días. Gilles de Rais también se encontraba sumido en tan siniestro sueño.

El Mariscal de Francia dormía profundamente sentado en un sillón de la estancia principal del castillo, presidiendo una gran mesa alargada repleta de desperdicios. Me acerque a el y lo intente despertar. Fue en vano, durante varios minutos le golpee repetidamente pero aquel demonio no despertaba de su letargo. Hubiera seguido con los golpes a no ser porque los sonoros vómitos de dos de mis hombres me hicieron volver a la realidad. Fue entonces cuando me fije por primera vez en la siniestra decoración de la estancia.

A ambos lados de la mesa había varias estacas apoyadas en el suelo y en la punta de cada estaca había pinchada una cabeza, una pequeña cabeza de niño. Algunas cabezas denotaban llevar un cierto tiempo en su sitio y les faltaba el pelo, los ojos, la nariz o las orejas y se encontraban rodeadas de moscas, pero una de ellas parecía estar todavía viva. Vi la sangre que goteaba de ella y me di cuenta de que se trataba de la victima de aquella última noche y me hirvió la sangre solo de pensar que, si no hubiera sido por el retraso debido a la crecida del río (que Su Excelencia ya conocerá de la anterior misiva), esa pobre criatura aun seguiría viva. Me volví loco, levante de su asiento a aquel monstruo durmiente, lo arroje al suelo y empecé a darle patadas con todas mis fuerzas en todo su inmundo cuerpo mientras blasfemaba. Hubiera seguido así durante horas de no ser porque el sacerdote y el magistrado me detuvieron a duras penas y me comentaron que los soldados habían encontrado más victimas en los sótanos.

Puede creerme, Su Excelencia, si le digo que el espectáculo que me encontré en las mazmorras de este castillo era todavía mas horrendo y bestial que el que deje en la estancia principal. Otros dos soldados se encontraban vomitando y llorando a las puertas de una enorme bodega, esto hizo que, tanto el magistrado, el sacerdote y un servidor nos temiéramos lo peor. Pero la realidad resulto ser todavía peor que nuestros temores.

En aquella bodega Gilles de Rais y sus secuaces habían montado una sala de tortura digna de las mejores de la Inquisición y sus inquilinos eran cinco muchachos al borde de la muerte. Fray Oblignon no lo pudo aguantar más y le acometieron unas terribles arcadas. Dos de los niños ya no se encontraban en las maquinas infernales sino que yacían moribundos junto a una de las paredes. Los otros tres todavía padecían los crueles tormentos.

No voy a relatarle a Su Excelencia como eran esas maquinas de tortura donde encontramos a los niños porque no deseo hacerle pasar un mal rato a Su Excelencia como el que pasamos todos nosotros. Simplemente le diré que los liberamos de sus garras pero que era demasiado tarde, todos se encontraban agonizantes, sin ninguna esperanza de seguir viviendo. De común acuerdo decidimos acabar con el sufrimiento y agonía de aquellos pequeños seres y como nadie se atrevía a asestar la estocada final tuvo que hacerlo un servidor al ser el oficial de mayor rango. Primero, Fray Oblignon les fue concediendo la Extremaunción uno a uno y después mi espada se encargo de atravesar sus pequeños corazones.
Después de este acto de piedad los soldados cogieron los cuerpos y los sacaron de allí para darles cristiana sepultura y un servidor se quedo solo en la “cámara de los horrores”. Fue entonces cuando di rienda suelta a mis sentimientos y vomite y llore y maldije durante varios minutos. Cuando me hube tranquilizado un poco me adentre un poco más en la bodega y descubrí el último de los instrumentos de tortura, que permanecía oculto en la penumbra: una cama.

Era una cama muy grande y las revueltas sabanas y mantas dejaban ver manchas de sangre y lefa. Ese era el lugar donde Gilles de Rais daba el toque de gracia a sus moribundas victimas y saciaba sus monstruosos e impíos deseos. Horrorizado y todavía con el sabor del vomito en la boca, abandone aquel nefasto lugar.

Desde las mazmorras subí a uno de los patios del castillo. Junte unas cuantas ramas secas y unos tablones y con mi yesca encendí una pira. Cuando hubo crecido un poco arroje mi espada bañada en sangre infantil e inocente a ella y mire como el fuego purificador la consumía.

Estuve un largo rato contemplando la escena hasta que uno de mis hombres me vino a avisar de que los primeros prisioneros estaban despertando de su sopor. Eran los primeros momentos de la sobremesa y unas plomizas nubes cubrían el cielo señalando que el final del verano se acerca inexorablemente. Durantes unos instantes contemple las oscuras nubes para finalmente entrar al castillo a seguir cumpliendo el cometido que Su Excelencia me encomendó.

Gilles de Rais fue el ultimo en despertarse, sobre las cinco de la tarde y no pareció excesivamente sorprendido al verse atado de pies y manos y con su castillo ocupado por las fuerzas de Su Excelencia. Cuando me presente ante el le expuse los cargos por los cuales será juzgado por Su Excelencia: “Gilles de Laval, barón de Rais y Mariscal de Francia por la gracia de Dios y de nuestro Rey, se le acusa de conducta inmoral y lasciva y de innumerables crimines cometidos sobre niños y adolescentes. Por tal razón procedo a arrestarle junto a todo su sequito y a llevarle a Nantes para que sea juzgado por un tribunal. ¿Tiene algo que objetar?” Ante esto, el monstruo, con total frialdad, respondió: “Como bien dice, joven caballero, soy mariscal de Francia por gracia de Dios y de nuestro Rey, así que solo ante ellos rendiré cuenta de mis actos y no ante un simple teniente de brigada”.

Estas fueron sus únicas palabras, desde ese momento ha guardado silencio. Supongo que cuando sea puesto a disposición de la Santa Inquisición y reciba un poco de su propia medicina, se mostrara mucho más receptivo y locuaz y confesara todos sus crímenes. Unos crímenes que según los recuentos del magistrado Trentinaugt ascienden, cuanto menos, a unos cien. Cien niños, o mas, violados, torturados, sodomizados, muertos y despedazados.

Con esto llego al final de mi misiva, Su Excelencia, ya que la noche ha caído sobre este oscuro lugar y nos aprestamos a abandonarlo. El magistrado Trentinaugt se encuentra ahora mismo conmigo en el torreón y me ha mostrado un documento que me ha dejado paralizado. Se trata de las escrituras de este castillo maldito y lo sorprendente, lo pavoroso es que no se encuentra a nombre de Gilles de Rais sino a nombre de un tal Samael que, como alguien tan ilustrado como Su Excelencia sabrá, es uno de los múltiples nombres que adopta el Maligno. Como Su Excelencia comprenderá no tenemos la mas mínima intención de pernoctar en casa del diablo así que he mandado construir un campamento a la vera de un bosque cercano que será donde pasaremos la noche.
Con las primeras luces de mañana me pondré en marcha, con tres cuartos de mi batallón y los prisioneros, con dirección a Nantes donde espero llegar poco después de que usted reciba esta misiva. El resto del batallón se quedara aquí para acompañar al magistrado, que seguirá realizando el inventario de los bienes y el recuento de las victimas; y al sacerdote, que tiene intención de realizar un exorcismo para librar al castillo de toda la maldad que atesora a la par que dar cristiana sepultura a todos los restos encontrados.

Con esto me despido de Su Excelencia y marcho a descansar, si eso es posible en una noche como esta. Mas que descansar lo que haré durante toda la noche será rezar y pedirle perdón a Dios por haber admirado durante tanto tiempo a un ser que ha resultado ser tan monstruoso y diabólico como Gilles de Rais, el Mariscal Negro.

De su humilde servidor,
Guy de Orlac, Teniente de Brigada
A fecha del 13 de Septiembre de 1440.

3 comentarios:

Aura dijo...

Me encantó el relato. Te recomiendo el libro de Huysmans sobre Gilles de Rais si no lo has leído, es magistral, trata del satanismo en el siglo XIX en Paris, comparándolo con la biografía de Rais.
Un saludo. Nos leemos.

Fernando Siles dijo...

Me alegra que te haya gustado!!!

Llevo detras de ese libro algún tiempecillo pero como vivo donde escupio Cristo no lo encuentro. Cuando vaya a alguna ciudad grande lo pondre en mi lsita de la compra en lugar prioritario.

Saludos y nos leemos.

Loxias dijo...

bueno, que hables de sadismo cuatrocientos años antes de que Sade naciera... como que te pasaste unos cuantos pueblos.... Estás tan fascinado por la escena dantesca que hasta te cuesta darle a tu personaje la actitud de cristiana moral que quisieras y mas parece un espectador de disneylandia frente a su atracción favorita. Y no te culpo. La escena lleva todos los tabúes hardcore que tanto nos gusta: sexo, sodomía, pedofilia, sangre, tortura, crueldad gratuita, violencia con niños... topicos por demás atractivos. Pero tu calidad literaria es risible, ningún editor por muy cutre que sea te publicará, olvídalo. Hubiera sido más sincero que hicieras una descripción morbosa de la escena, con detalles exitantes como para calzarnos una paja. El relato cruel y erótico es un género literario. Lee a Sade.